sábado, junio 06, 2009

Botao

Miles aún marchaban. Iba camino a la escuela de mi hijo. Entonces vino el golpe. Escucho el testimonio de una mujer en una emisora de radio. Dice ser empleada del Gobierno. Agrega que lleva cinco años trabajando para el Estado. Confiesa ser una de los empleados cesanteados. Llora su desventura: tiene una enfermedad terminal y ahora no cuenta con plan médico. Llora. Llora en serio, con un dolor profundo que la deja muda. Su tristeza es tan lenta, como el reguero de mucosidad y saliva que no le permite pronunciar palabra. Traga fuerte. Su voz se aclara. Vuelve a tratar de explicar su historia. Y llora otra vez. El periodista apenas le responde. Le indica que le comunicará con la productora del programa. Y todos se callan la boca. Silencio…

Sigo camino a buscar a mi hijo a la escuela y pienso en la señora. Recuerdo uno que otro cínico trillado, de esos que se alegran por los recientes despidos de empleados públicos… ¡qué los boten si son una partida de vagos! A lo alto de la colina ya puedo divisar la escuela de mi hijo…

Otra vez el golpe, pero en el recuerdo. Trabajaba para un importante medio de comunicación del País. Como tenía un cargo gerencial, me encargué de elaborar el plan de trabajo del día. Los compañeros con los que compartía tareas llegaron a trabajar, como era su costumbre. Repartí el plan de trabajo y lo discutimos. Todo el mundo se fue a su espacio para comenzar la jornada. Media hora más tarde, un puñado de ellos regresó a sus áreas de trabajo desde puntos diversos de la oficina. Sus ojos estaban enrojecidos. Lloraban. Dos de ellos disimulaban su pena bajo una sonrisa cargada de comentarios sarcásticos. Uno de ellos se fue del lugar raudo. La única chica del grupo lloraba rabiosa. Y otro de ellos cargaba una caja en la que llevaba sus pertenencias, que ya había comenzado a recoger. También lloraba. Vino en pos de mí. Me abrazo. No recuerdo si fue él quien mencionó a su hijo, o si fui yo quien recordé a su pequeño en aquel momento. Luego lo vi marcharse. Llevaba su caja a cuestas y hubiera dado el mundo por poder esconder su congoja en ella y tirarla en el primer zafacón que encontrara. De salida, iba pegado a la pared. Con el cuello entumecido, casi debajo de los hombros.

Llego al estacionamiento de la escuela de mi hijo. Salgo del auto y me quedo ahí parado, tieso, como en aquella ocasión en la que un jefe me entregó una carta de despido. A la señora le llegó su carta y a mi ex colega, aunque lo despidieron de la manera más vulgar y descarada, también le llegó su misiva. Decía poco, el mensaje a leerse. Tan insignificante, como la opinión de los cínicos que hoy celebran el despido de los empleados públicos. Poco importa el palabreo. Quien se alegre de la desgracia ajena es porque nunca ha vivido esa pesadez del alma, sentirse botao.

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