miércoles, junio 24, 2009

Papás en dos tiempos


A mi papá Alberto, a mi amigo Héctor Pérez, otro joven papá

Domingo 21 de junio

Escapo al monte para mi corrida bicicletera dominical. Ruedo por los trillos y descubro que soy un bacalaíto frito, frito: llevaba casi un mes sin poner los pies en los pedales. Ya de regreso del Parque Julio Enrique Monagas, batallo contra la ventolera que entra desde Amelia para sostener mi cadencia. La bici no me responde, ¿o son mis piernas las que no pueden más?

Estaba en esas elucubraciones light, cuando fijé la vista más allá de mi entornito. Allí, frente a la cárcel federal había cerca de cien personas. Gran parte de ellos eran mujeres y niños –me atrevería a decir que quizás sólo había dos hombres y uno de ellos era un universitario- que llevaban globos, flores y pancartas. Casi escalaban la verja que separa a la nevera federal de la calle. -Sube, sube el letrero más, creo que ahí lo va a ver-, le indicaba una madre a su hija. –¡Papiiii, esta flor es para ti!-, gritaba una adolescente, con la mirada fija en las rendijas de cristal por las que los presos miran el mundo exterior. –¡Sí, nos vió, nos saludó!-, gritaba esta otra chica a su madre, quien se llevaba las manos a la boca en un gesto para contener el llanto.

Todo aquello lo vi muy rápido. Seguí mi marcha. En unos cinco minutos estaba en mi casa. Ya mi hijo Mauro se había levantado. Entré a la marquesina y estacioné la bici. Mauro vino en pos de mí. Me abrazo el muslo izquierdo. -Aquí tienes papá-, me dijo al tiempo que me entregaba una bolsa anaranjada en la que había dos regalos para mí.La frase de Mauro se quedó dando vueltas en mi cabeza.

Aquí, en mi casa, celebro mi dicha: tengo un abrazo, una bienvenida. Allá, me lamentaba, aquellos papás se conformaban con una mirada por una grieta, con la esperanza de leer un letrero que leyera ‘Te amo papá’.

Lunes 22 de junio

Busco a Mauro al salir de su campamento. Hablábamos sobre el Tren Urbano a la altura de la Parada 26. Siempre que vemos un tren, o la posibilidad de uno en la imaginación de Mauro, comenzamos a hacer un mini libreto en el que él, o yo, personificamos al tren o el chofer de la máquina. Puro juego. Terminamos el juego y le explico que vamos a una protesta, a una actividad en la que la gente se reúne, camina, canta y le dice a los demás por qué está enojado o en desacuerdo con algo. Él entendió mejor que yo, mi pobre explicación sobre el por qué estábamos en un piquete en apoyo a las comunidades del Caño Martín Peña.

Marchamos. Él en su coche contemplaba todo, mientras yo hablaba con mis amistades para, dizque, resolver el mundo. Hicimos una pausa para apaciguar el calor criminal que nos derretía. En el colmadito de una gasolinera cercana pudimos saciar nuestra necesidad. Compramos agua y jugo de manzana. Justo antes de irnos, Mauro me pidió –Chocolate, chocolate-, señalando hacia una caja de galletas Panky. Se tomó su jugo y se comió su Panky.

Luego volvimos a la marcha y Mauro pidió regresar al colmadito para comprar otro Panky. Así que allí estaba el gran Mauro, devorando sus Panky y siguiendo con su cabeza los estribillos cantados al ritmo de plena. Quizás, ahora, a sus tres años y medio, y según pase su niñez recordará aquellos Panky que le resolvieron en medio de un aparatoso calor. Más tarde recordará la marcha y sabrá que para luchar por lo que uno cree hay que estar en la calle, brazo a brazo con aquellos que comparten tu apego por la empatía y la justicia para con los demás. Y si aparece un Panky o facsímil razonable, mejor.

La conjunción del sentido del gusto y la memoria son un misterio fascinante. Aquellos helados de coco que me compraba mi papá en las protestas a las que me llevaba me enseñaron el sabor genuino de la solidaridad. Gracias Mauro, gracias papá.

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