sábado, diciembre 10, 2005

La narcoliteratura y sus fieros caminos


‘Narco’ significa droga, también sueño. Quizás ambos significados jueguen con las fronteras dinámicas de este drama social, dueño del siglo XXI, que a veces vive más de las fantasías de sus actores –también llamados narcos- devenidas en crueles escenarios, que de la realidad transaccional de unos gramos de droga por tantos dólares.
La música y el cine fueron los primeros en apropiarse del escurridizo mundo del narco para convertirlo en móvil y catalítico de sus cavilaciones estéticas. Por ahí está la imagen de Al Pacino, arma en mano, personificando a Scarface. Por ahí están el sonido del gangstarap relatando a voz en cuello las vicisitudes del narcotráfico callejero y el del reggaetón boricua que crea una sonoridad única a partir del escándalo del tiroteo.
Ahora le toca a la literatura.

¿Qué es la narcoliteratura?
Varios escollos obstaculizan el camino hacia su definición. El prefijo ‘narco’, para empezar, comenzó a poblar el imaginario ciudadano que consume noticias hace apenas veinticinco años.
Segundo, la narcocultura, el conjunto de prácticas y significados construidos por los sujetos “reales” que hacen su vida alrededor de la actividad de transportar y comercializar drogas ilegales, es muy escurridiza. Las reglas del juego cambian constantemente. No hay límites, pues el instante que le represente una frontera será su sepultura: terminará la narcocultura y con ella la narcoliteratura. Ambas crean su propia ideología: lejos de condenar, negar o encubrir los referentes de la “realidad” que les sirven de zapata para construir su estética, viven, mueren y resucitan a través de y por su lenguaje y aquellos que lo hablan.
Aclaración pertinente: la narcoliteratura no versa sobre el personaje del adicto, el drogo, el yonqui, o el tecato que ha nutrido al imaginario literario desde Samuel Coleridge, pasando por Charles Baudelaire, Thomas de Quincey y William Burroughs, hasta Juan Antonio Ramos. No es su centro el personaje que desea esa sustancia letal que sabe a paraíso (cito el grafito de una jeringuilla roja inscrita sobre el letrero de la urbanización donde vivo), sino más bien relata las ordalías y vicisitudes del narco y su cartel, del Jefe y su estructura mafiosa, organizada.

Hablemos traqueñol
Una vez ubicados los actores de la narcoliteratura, reparemos en el lenguaje que sirve como vehículo de su ideología. Según el antropólogo mexicano Juan Cajas, en Latinoamérica existe una jerga que él llama “traqueñol”, a través de la cual se expresan los universos posibles del narcomundo, un término que puede extrapolarse sin dificultad alguna a la narcoliteratura.
El uso de este “traqueñol" que rebasa fronteras y al cual sin duda el reggaetón le debe mucho de su éxito internacional, es una especie de paradoja, pues se origina en un contexto regional y -sin ocultar su procedencia- se exalta hasta alcanzar una dimensión internacional.
Jorge Macías, uno de los personajes del autor mexicano nacido en Culiacán, Élmer Mendoza, de cuya autoría son dos importantes textos fundacionales de la narcoliteraura mexicana Un asesino solitario y El amante de Janis Joplin, relata que: ”En cuanto entré a mi cuarto me eché un pericazo para entrar en tono y me dispuse a esperar, puse una luz acá, leve, me serví un vaso de coca, me miré en el espejo y era cierto, estaba bien cateado, tenía los ojos hundidos y unas ojeras pa qué te cuento”.
Si este pasaje literario fuera a ubicarse en Puerto Rico bastaría con sustituir “me eché un pericazo” por “me metí un pase” y “estaba bien cateado” por “bien empericao”, para que la escena del narco se dibuje ante la imaginación del lector insular.

Colombianos versus mexicanos
Gran parte de los textos más importantes de la narcoliteratura son de la autoría de escritores mexicanos y colombianos. Corresponden a los dos países que tienen el papel protagónico en el tráfico internacional de narcóticos hacia los Estados Unidos, donde están los compradores y consumidores. Al momento ningún autor caribeño, ya sea haitiano, dominicano o puertorriqueño, ha novelado las peripecias de estas crueles islas que sirven de eslabón en la cadena ilícita hacia el vecino del norte. Quizás en un futuro…
Mas entre los colombianos y mexicanos, el uso del “traqueñol” marca una de las diferencias entre sus obras. Para los mexicanos el uso de la jerga va atado a una estrategia narrativa propia de la picaresca: el personaje principal emprende un viaje y en su trayecto se enfrenta a diversos peligros que lo marcarán para toda la vida.
Tal es el caso de Violetta R. Schmidt, la protagonista de la novela Diablo Guardían de Xavier Velasco. La adolescente de quince años comienza su periplo desde México hacia Estados Unidos tras robarles cien mil dólares a sus padres, quienes poseen una gran fortuna de dudosa procedencia. Ya instalada en Nueva York, reflexiona sobre la posibilidad de escribir: “Cómo aprender a vivir al chilazo, en 4 prácticas lecciones, por la eminente doctora Violetta R. Schmidt. Lección número uno: Róbese muchos dólares. Lección número dos: Pélese pa New York. Lección número tres: Quémeselos. Lección número cuatro: Arrégleselas” (Énfasis del autor).
Y Élmer Mendoza, en El amante de Janis Joplin, utiliza la movida picaresca como catalítico de las peripecias que vivirá David Valenzuela, quien protagoniza la acción cuyo origen está en un golpe de mala suerte: mató en defensa propia a un narco de la región de Sinaloa y ahora debe huir.
Para los personajes de las tramas mexicanas el enfrentamiento con el otro se consumará una vez se expongan al American way of life. Mediante el choque de identidades se intentará desatar el nudo gordiano vital que los consume.
Pero no son los mexicanos los únicos que tematizan el problema. El español Arturo Pérez-Reverte se vale de un plan parecido en La Reina del Sur. Mediante una jugada magistral, acude a la metaliteratura para añadirle más verosimilitud a su relato convirtiendo al escritor Élmer Mendoza en un personaje más. Cuenta el narrador y alter ego de Pérez-Reverte: “También hice un par de buenos amigos […] el escritor sinaloense Elmer Mendoza, cuyas espléndidas novelas Un asesino solitario y El amante de Janis Joplin había leído para ponerme en situación”. Así como Teresa Mendoza tiene que lidiar con el asunto de la identidad mientras emprende su odisea entre México y Europa, el rapsoda de Pérez Reverte se enfrenta a un universo mexicano que se le presenta como ancho y ajeno.
En Sudamérica hay una golondrina que hace el verano en cuanto al tratamiento que le da al asunto de la identidad. Es El otro Gómez, del autor argentino Diego Paszkowski. La novela parte de una premisa genial: el destino de William Puente, un contable apestao de la vida, mediocre y cobarde, cambia de súbito cuando es secuestrado y obligado a vivir una vida que no le pertenece tras ser confundido con el segundo en mando de un cartel boliviano que trafica coca hacia Argentina. Aunque el choque de otredades está presente cuando Puente se embarca en un viaje a Bolivia luego de asumirse como Gómez, la colisión no tiene los matices “políticos” que pueblan las novelas de los autores mexicanos. Se trata más bien de un dilema ético, de un juego borgiano que provoca al lector con una pregunta cuyo zumbido lo inquieta: ¿Qué pasa cuando el otro es el mismo?
De otra parte, para los autores colombianos el asunto de la identidad no tiene tal prominencia, quizás por la distancia geográfica que los separa de Estados Unidos o porque la diáspora colombiana hacia la nación estadounidense aún no cala hondo en el imaginario de los sudamericanos.
Sin embargo, dadas las grandes poblaciones de nacionales colombianos en ciudades como Nueva York y Miami, esto debe cambiar muy pronto. Por otro lado, los escritores colombianos conocen muy bien el mundo rococó de la opulencia y el derroche que de manera tan nítida recrean en su narcoliteratura. Ante la ausencia de un linaje burgués que justifique su riqueza, el traquetero protagonista de la narcoliteratura es un calco de sus homólogos reales, con su espectáculo de excesos que busca la aceptación social mediante la adquisición de bienes, aunque sean innecesarios.

Una gallera con lozas de cerámica y baños enchapados en oro
La imagen anterior no es invención sino real. Cuenta Oscar Escamilla en Narcoextravagancia que un fotoperiodista colombiano quedó lelo cuando le tocó cubrir un allanamiento de las autoridades en una de las fincas de Pablo Escobar cerca del río Magdalena, en las afueras de Medellín. Allí había una gallera extraordinaria: “Cuando llegó con las autoridades descubrió una gallera que por fuera tenía enchapes de cerámica , el redondel alfombrado con un tapete café oscuro, lo mismo que las graderías[…] el pequeño coliseo estaba junto a una casa con grifos y duchas enchapados en oro y pisos de mármol importado”.
En Leopardo al sol, de Laura Restrepo, cuando Mani Monsalve quiso comprar su casona colonial en aras de arrimarse a la burguesía histórica colombiana: “[…] les hizo una oferta a puerta cerrada que incluía todo lo que tenía adentro: cómodas, armarios y chiffoniers, óleos, vajillas Rosenthal, cubiertos de plata Cristoffle, piano, bronces, mantelería de encaje, porcelanas Limoges, jarrones, cristalería Baccarat, biblioteca con todo y libros –dos mil tomos en francés- bargueños, árbol genealógico y una pareja de perros afganos, un mayordomo calvo y homosexual y tres mucamas entrenadas”.
Así, y según atina la antropóloga Lilian Paola Ovalle, en su ensayo Las fronteras de la “narcocultura”: “El sujeto obtiene los recursos materiales que desea y, dada la importancia que tienen socialmente dichos recursos, él empieza a asumir un cambio de su lugar en el ambiente social. Se percibe a sí mismo como más poderoso, y al saberse respaldado por una red de complicidades y por una organización igualmente poderosa, empieza a relacionarse con el otro estableciendo relaciones funcionales mediadas muchas veces por la violencia material y simbólica” (El énfasis es mío).
Esa virulencia consumista de los traqueteros de la narcoliteratura no es más que la manifestación de su deseo de poder, enfrascado en una lucha por la sobrevivencia al interior de un mundo paternalista y macharrán. Según el decir ácido del capo marielito Tony Montana en Scarface sobre cómo se bate el cobre en Estados Unidos: “In this country, first you make the money, then you get the power, and then you get the women”.

¿Y qué hay de las gevas?
El traqueteo no es asunto exclusivo de hombres. Arturo Pérez-Reverte con Teresa Mendoza en La Reina de Sur y el colombiano Jorge Franco con Rosario Tijeras así lo han demostrado. Ambos personajes viven una feminidad conflictiva, pues para sobrevivir en un mundo de macharranes tienen que hacerse excepcionalmente fuertes para que los capos brutos entiendan que ellas son uno más y que en cualquier momento pueden clavárselos.
Una muestra: Rosario, hermana de un ganguero colombiano, es violada por un par de tarambanas que traicionan la confianza que en ellos había depositado Johnefe, el hermano de la protagonista. Se gana el mote de “Tijeras” a partir de un día en el que decide tomarse la justicia con sus manos. Habla Rosario: “[…] y fue hasta que le perdí el miedo, hasta que decidí que ese tipo me las tenía que pagar, entonces yo le seguí el jueguito de las risitas y el coqueteo hasta ponerlo bien contento, y al tiempo, como al mes, un día […] le dije que pasara que mi mamá no estaba, y no te imaginás cómo se le abrieron los ojos, y claro, yo ya sabía lo que iba a hacer, entonces lo entré al cuarto que era mío, le puse musiquita, me dejé dar besitos, me dejé tocar por donde antes me había maltratado, le dije que se quitara la ropita y que se acostara juicioso al lado mío, y yo lo empecé a sobar por allá abajo, y él cerraba los ojos diciendo que no lo podía creer, que qué delicia, y en una de esas saqué las tijeras de doña Rubí que yo había metido debajo de la almohada y, ¡taque! Le mandé un tijeretazo en todas las güevas”.
A vuelo de pájaro, lector, ya tienes una idea sobre los caminos fieros por los que anda la narcoliteratura. En el recuadro encontrarás diez “pasecitos” sobre las obras más representativas, según un orden que establezco debido a la complejidad con la que representan el mundo del narcotráfico.

Diez pasecitos para el lector
1. Laura Restrepo, Leopardo al sol. Editorial Anagrama: Barcelona, 2001.
Restrepo es para la narcoliteratura lo que Pablo Escobar fue para el narcotráfico, ella es la caballota, la diva, la potra. Antes de ser escritora, fue periodista. Aquí cuenta la historia de dos familias del desierto de La Guajira, al norte de Colombia, que un buen día dejaron de ser dos tribus para convertirse en los bichotes que controlaban el narcotráfico de la zona.

2. Diego Paszkowski, El otro Gómez. Editorial Sudamericana: Buenos Aires, 2001.
William Puente está en la estación de autobuses de Retiro en Buenos Aires, cuando un grupo de bandoleros lo secuestra, confundiéndolo con un narco importante. Así comienza a desatarse esta trama de sabor borgiano que nos relata las implicaciones éticas que conlleva asumir la personalidad de otro.

3. Laura Restrepo, Delirio. Editorial Alfaguara: México D.F., 2004. (Premio Alfaguara de novela 2004)
La protagonista, Agustina, es la Colombia actual que todo lo olvida y no se detiene a ponderar el origen de su desgracia. Según avanzamos en la lectura se nos revela el semblante macabro de una realidad inmediata y violenta a la que bien valdría colocarle un letrero que leyera “Prohibido olvidar”.

4. Fernando Vallejo, La Vírgen de los Sicarios. Editorial Alfaguara Hispánica: Bogotá, 1995.
Fernando Vallejo es el narrador del dolor profundo que vive Colombia. Aquí el narrador, un alter ego del autor, regresa a su patria luego de uno de sus exilios y se enamora de un sicario adolescente.

5. Alonso Salazar J., La parábola de Pablo. Editorial Planeta: Bogotá, 2001.
Biografía de Pablo Escobar escrita por uno de los periodistas más versados, documentados y valientes no sólo de Colombia, sino de Latinoamérica entera, tan interesante que se lee como si de una novela se tratara.

6. Arturo Pérez-Reverte, La Reina del Sur. Editorial Alfaguara: Madrid, 2002.
Más que la historia de la narco Teresa Mendoza Chávez, ésta es una búsqueda extraordinaria que dibuja con precisión periodística hasta dónde llegan los tentáculos internacionales del narcotráfico.

7. Jorge Franco Ramos, Rosario Tijeras. Editorial Mondadori: Barcelona, 2000.
Rosario, hermosa, pobre y hermana de un títere callejero, se ha hecho de un nombre entre los capos por la frialdad con la que consumó la venganza sobre quienes la violaron y vejaron. Se trata de un relato sobre el poder del narcotráfico desde la perspectiva de una feminidad conflictiva y de algo más: de una novela “rosa” bañada en sangre.

8. Élmer Mendoza, Un asesino solitario. Tusquets Editores: México D.F., 1999.
Jorge Macías, un sicario resentido, recuerda que antes del asesinato del candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, hubo otro atentado contra el político. Debe probar que está a la altura de la violencia demente que amenaza con llevárselo enredado, a pesar de su habilidad como pistolero.

9. Élmer Mendoza, El amante de Janis Joplin. Tusquets editores: Barcelona, 2003.
David Valenzuela tiene que huir tras matar en defensa propia a un narco de la región de Sinaloa, al norte de México. Su periplo bufo y picaresco lo lleva a encontrarse con los personajes y las situaciones más inverosímiles, pero el encuentro fortuito con la roquera suicida y símbolo del counter culture de los setenta, Janis Joplin, lo marca para siempre.

10. Xavier Velasco, Diablo Guardían. Editorial Alfaguara: México D.F., 2003. (Premio Alfaguara de novela 2003)
La joven Violetta R. Schmidt se dirige a Nueva York con cien mil dólares robados a sus padres. Aunque no es una narco o traqueta, muchas veces posa como si lo fuera, quizás acelerada y alocada por el perico o la coca.

por Marcos Pérez Ramírez

2 comentarios:

Mara Pastor dijo...

de las que mencionas conozco la virgen de los sicarios, la reina del sur, y el amante de janis. me gustó más la de mendoza. en verdá me encantó esa novela. el asunto de la voz en la cabeza del personaje, el encuentro fantasmagórico y patético con janis, geniales. el humor, eso sí, aunque creo que no hay mejor final, me dejó toa jodía el asunto. a mí el juego metalitearrio que mencionas de la reina del sur no me gustó tanto. en una entrevista que le hicieron a reverte dijo que mendoza fue una de sus lecturas esenciales en la reina. leí hace un tiempo "plata quemada" de volpi, que va en el mismo género, te la recomiendo, sí no te la has leído. te había perdido el rastro con la mudanza de blog, pero la pidoki me reubicó. saludos

zaoco dijo...

Mara, que bueno que regresas al búcutu...bienvenida. estoy contigo con lo del final de la amante de Janis...ahora si quieres un final que te tire de la silla leete el otro gomez...ese te hará vivir un plop...sobre el comentario de plata quemada, de Ricardo Piglia, no puedo ubicarla en la línea de estas novelas, pues es una crónica policiaca, no historia de capos macharranes latinoamericanos, pero es una novelaza, a mi me dejo aturdido por un par de dias...la version de cine es infame...ya sabes nos quedamos con el libro;)